sábado, abril 20

el populismo pro ruso alrededor del mundo comienza a darle vuelta la cara a Putin


Un proverbio chino de la dinastía Jin hace un par de milenios, advertía que cuando se monta un tigre será el animal el que decida cuándo y de qué modo será posible bajarse. Es sabio. Las guerras son ese tigre y la prueba real de la política no es cómo iniciarlas, sino cómo concluirlas.

EE.UU. en Vietnam y luego en Irak y Afganistán, ha dado pruebas amplias de lo hondo de ese abismo. La URSS también se enredó en el laberinto afgano que acabó convertido en uno de los clavos principales del féretro de la potencia comunista. Hoy es Rusia la que camina en esos mismos fangos en Ucrania enterrando una pierna para intentar liberar a la otra.

Por encima de la sorpresiva resistencia del país invadido y la unidad que el ataque disparó en el mundo occidental, el golpe más consistente que ha recibido el Kremlin a sus intenciones imperiales acaba de suceder. Es el tren fantasma del horror que las tropas rusas han dejado a la vista en las comarcas que tuvieron bajo su control en el primer mes de la guerra.

Son escenas de una brutalidad extraordinaria, con civiles asesinados, desparramados en las calles, las manos atadas, aplastados por tanques, No hay precedentes en Europa de una masacre similar desde la pesadilla de Srebrenica.

El efecto político inmediato de esa vidriera macabra fue el desconcierto que inundó al Kremlin que apeló a una estrategia soviética de comunicación con la que intentó convencer a un mundo escandalizado que la Federación era blanco de una conjura occidental que perversamente fabricó ese montaje.

La matanza de Bucha cambió la mirada sobre la guerra. Foto AFP

La matanza de Bucha cambió la mirada sobre la guerra. Foto AFP

Los costos

El caso más notorio de la dificultad de ese dispositivo la protagonizó el embajador de Moscú en la ONU, Vasily Nebenzya. En un mensaje que pocos escucharon balbuceó que los rusos están en guerra «para sacar el tumor nazi que consume a Ucrania y que en un tiempo buscará consumir a Rusia». La ignorancia -y el cinismo- puede ser el mejor aliado de la enfermedad moral, remarcaba Dostoyevski en Los Hermanos Karamasov. 

Hay dos dimensiones importantes alrededor de estas novedades que merecen atención. Aparece con claridad el costo simbólico que genera el impacto de una información que no es posible soslayarla como sucedió antes con el genocidio en Ruanda o la masacre de los bosnios musulmanes.

Esta guerra sucede en Europa, con una visibilidad inmediata presenciada por una extensa legión de la prensa internacional que la relata en streaming.

Nota al pie de página para tener en cuenta: la BBC de Londres destacó en el frente a sus más veteranos periodistas, John Simpson, el jefe, de 77 años, Jeremy Bowen de 62, el primero en difundir imágenes de cadáveres de civiles desparramados en los bosques, y Lyse Doucet de 63. Todos con una larga historia de cobertura de guerras, pero esencialmente, credibilidad.

La potencia de la información que esa y otras estructuras noticiosas difunden, verificada de modo sencillo por la tecnología cada vez más precisa que se usa no solo en el terreno, se advierte primero entre los enemigos de Rusia.

A puro cálculo político aprovechan esta barbarie para consolidar su frente político, diplomático y social. 

Pero donde el efecto se nota de un modo particularmente explosivo y transformador es entre los aliados del régimen de Putin que comienzan a vacilar. El populismo pro ruso alrededor del mundo está revisando sus fichas y alianzas con el Kremlin. Los pesos y volúmenes necesariamente están mutando.

El italiano Matteo Salvini, socio tenaz y financiero del zar ruso hasta hace semanas, ahora lo repudia. La derechista francesa Marine Le Pen ha descubierto que su amigo ruso dirige un sistema autoritario. En el extremo, el autócrata húngaro Viktor Orban, el virtual enviado de Moscú en la Unión Europea, sorpresivamente condena la ofensiva sobre Ucrania. 

El caso argentino es otro ejemplo nítido de este comportamiento. El presidente Joe Biden reclamó que Rusia sea echada del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, cuya presidencia la ejerce nuestro país.

La evidencia

La Casa Rosada, impotente de cualquier rebeldía y no solo por sus miserias financieras, se alineó con EE.UU. para llevar adelante esa propuesta que, por gran mayoría, 92 a 24, 58 abstenciones, amontonó al Kremlin junto a la Libia del entonces dictador Muammar Khadafi, otro amigo del populismo, expulsado en 2011.

El otro aspecto relevante es lo que revelan estas masacres sobre la evolución inesperada de la guerra. La tropa rusa cometió estos excesos desde los primeros días de su desembarco en Ucrania. Aunque el sitio más conmocionante en estas horas es Bucha, una urbe de clase media en las afueras de Kiev, la barbarie se repitió en otros sitios como Irpin o Borodyanka.

La evidencia demuestra que las masacres no fueron producto del descontrol de la tropa. Son consistentes con una estrategia de destrucción de todo lo existente que ha sido marca del procedimiento del Kremlin en cada conflicto que le tocó enfrentar. En Ucrania se actuó con la certeza de que la noción de tierra arrasada sería parte de la oscuridad de una victoria rápida y rotunda que desplazaría a las autoridades enemigas.

Ese desenlace, que debía ser súbito, mantendría la iniciativa en manos de Moscú. En Bucha la operación de exterminio la llevó adelante el teniente coronel Azatbek Omurbekov, comandante de la 64ª Brigada de Fusileros Motorizados, a cargo esa ciudad, según una investigación del portal ucraniano InformNapalm y de The New York Times.

Hay testimonios de vecinos de esa comarca que observaron cómo los soldados, bajo las órdenes de este militar condecorado y de un intenso fanatismo religioso, asesinaron a civiles desarmados, torturaron, secuestraron y saquearon. Un procedimiento, no un desequilibrio, insistamos. La tropa rusa, por mayores datos, viaja con sistemas de incineración para desaparecer los cuerpos de las víctimas. También de gran parte de sus soldados y así evitar el impacto embarazoso de las bolsas negras.

Que este desastre en Bucha y otras ciudades se haya conocido, es más que un dato político. Indica pistas de la evolución del conflicto. Es un daño colateral que no pudo ser encubierto. Se debió a que Rusia aceleró el retiró de sus militares de esas regiones en una medida dictada por las circunstancias negativas en el terreno.

El trasfondo importante de este episodio es la constatación de un movimiento caótico y desordenado como parte de una estructura obligada a rearmar sobre la marcha su arenero estratégico.

El estupor de los propios jerarcas rusos ante la difusión de las masacres y la necedad de sus explicaciones, confirma este supuesto. También, que gran parte de la operación militar, en absoluto su totalidad, se esté concentrado en el este y el sur de Ucrania donde el escenario indica al menos una mejor perspectiva. 

Pero ese curso podría prometer una guerra extendida en el tiempo, desarrollo que, como es claro, camina lejano de las expectativas iniciales del líder ruso.

Esa extensión del conflicto tampoco es una buena noticia para la parte occidental. La guerra agudizó la crisis económica que llegó con la pandemia. Un dato de la época es el regreso de la inflación también en el norte mundial. Estados unidos avanza a un uno por ciento mensual de costo de vida, cifra sin precedentes que sobrevuela negativamente el futuro electoral inmediato de Joe Biden.

El bloque europeo, con matices, sigue el mismo camino. El efecto más notorio de esos desequilibrios es la disparada del valor de la energía domiciliaria y de los alimentos con un efecto social directo que erosiona el poder de los gobiernos.

Para Putin puede ser una consecuencia útil porque apuesta a que el malestar popular obligue a los gobiernos a retroceder o por lo menos a no avanzar en más sanciones ligadas a la energía contra Rusia.

La anterior gran crisis económica de 2008 aplastó a las clases medias y fue el parto de potentes emergentes populistas en Europa y EE.UU. Sin embargo las circunstancias actuales hacen difícil esperar una repetición de esa secuencia.

El drama de Ucrania, sus características, vuelve a reclamar un consenso moral, como el que suponía Kant a fines del 1700 para prevenir las guerras y que la humanidad siempre ha menospreciado. Como ahora Rusia, cada vez más aislada, montando ese tigre. 
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