
El comienzo de clases obliga a reflexionar profundamente sobre la capacidad de respuesta del sistema educativo nacional frente a la crisis social del país y, al mismo tiempo, sobre la adecuación de la enseñanza como formación para la vida en una era global marcada por el vértigo tecnológico.
En primer lugar, es necesario pensar la educación pública (aunque sea de gestión privada) como un servicio esencial, que debe prestarse regularmente, sin paros, sin feriados sorpresivos y cumpliendo el programa y las evaluaciones. Esto no es un ideal, es una necesidad para evitar que se profundice la grieta social, que es la fractura más profunda y riesgosa que soporta el país.
Profesionalizar la tarea docente, garantizar el respeto por los maestros y profesores de parte de las autoridades y de las familias y asignar la inversión en una de las funciones más importantes que debe desempeñar el Estado son los imperativos que no pueden afrontarse con una dirigencia encandilada con fantasías ideológicas. Es tan absurdo sostener que «un maestro educa haciendo paro» como creer que la sociedad se rige por la ley de la selva y que solo deben sobrevivir los más aptos.
La educación requiere docentes preparados, con actualización permanente en su formación y con remuneraciones acordes con la jerarquía de su función.
Todos los estudios y encuestas demuestran en forma contundente las diferencias de rendimiento entre las escuelas públicas y las privadas, entre los alumnos con hogares de mayores ingresos y los de menos recursos. De todos modos, la evaluación en conjunto de los conocimientos en materia de lengua y matemáticas es insuficiente en todos los estamentos sociales.
La educación no es un gasto sino una inversión, porque ninguna nación puede pretender salir adelante con una sociedad donde las mayorías queden marginadas de la cultura y del trabajo. Y menos ahora, cuando el desarrollo de la Inteligencia Artificial anticipa una transformación total de los sistemas productivos, comerciales y de servicios. Es absolutamente previsible que, en un futuro inmediato, desaparecerán millares de empleos, que quedarán a cargo de robots u otros sistemas de inteligencia artificial.
El reclamo actual y perentorio de los padres de familia de los barrios de todo Salta es el de una escuela que contenga y forme a los niños y adolescentes para el trabajo del futuro. Todas las escuelas, urbanas y rurales, deben tener acceso a internet y a la tecnología de punta, incluida por supuesto la Inteligencia Artificial, para que los maestros puedan aplicarlos a la enseñanza, porque de lo contrario se condena a generaciones enteras a ser analfabetos digitales y parias en la sociedad.
La formación permanente de los docentes y la extensión horaria de las clases, previstas en la Ley General de Educación, no son formalismos sino una urgencia perentoria y una deuda que el Estado tiene con la sociedad. El anacronismo escolar es la peor herencia que podemos dejar a las generaciones que hoy ya transitan por las aulas.
El espíritu que impulsó la educación durante más de un siglo, hoy debe restaurarse, aplicado a los nuevos saberes y trabajos. Como nunca, la escuela debe estar centrada en las necesidades de cada alumno, en sus afectos y emociones y, especialmente, en sus vínculos sociales.
Al mismo tiempo, debe estar abierta a la incorporación de tecnología que permita, como complemento, la educación a distancia, ya sea para los chicos enfermos o para clases circunstanciales brindadas por docentes de otras provincias o de otros países.
El mundo cambia con un movimiento uniformemente acelerado. El futuro es incierto, pero la sociedad y, especialmente, la escuela, deben adecuarse a esa transformación para evitar una catástrofe.
Debemos tener en claro, como nunca, que gobernar, para la Argentina, es gestionar ese vértigo y asegurar que ninguna persona quede marginada y excluida en el proceso.