Nahuel Gallo es un rehén de la dictadura chavista. Fue secuestrado cuando intentó ingresar legalmente a Venezuela para ver a su mujer venezolana y a su hijo de dos años, con quienes planeaba regresar a la Argentina. Los agentes que lo detuvieron lo hicieron por una orden superior. Lo estaban esperando, ya que el gobierno conocía su llegada gracias a la carta de invitación enviada por su pareja y rubricada por la autoridad departamental chavista, un requisito establecido por la élite gobernante.
Y está desaparecido. El fiscal general Tarek William Saab anunció oficialmente que el gendarme argentino está detenido y procesado «por vinculación a acciones terroristas» y lo relacionó con un supuesto complot de la ultraderecha internacional para desestabilizar al gobierno de Nicolás Maduro. Además, acusaron a Javier Milei y a Patricia Bullrich de formar parte de ese operativo. Sin embargo, no se ha presentado ninguna prueba de vida.
Estas acusaciones son pretextos típicos de los autoritarismos que destruyen las instituciones independientes para concentrar todo el poder autocrático en el presidente y su núcleo cercano.
El fiscal Tarek William Saab, desde 2017, desempeña la función de perseguir y encarcelar a los opositores al régimen. Está identificado con las decadentes autocracias de Nicaragua y Cuba y cuenta únicamente con el respaldo de los gobiernos de Rusia e Irán, caracterizados por detenciones ilegales, secuestros y asesinatos de opositores tanto en sus territorios como en el exterior, siempre bajo la acusación de conspiraciones contra sus líderes. El derribo de un avión civil de Azerbaiyán por misiles rusos y la reciente detención en Irán de la periodista italiana Cecilia Sala evidencian la misma visión persecutoria que llevó a la detención arbitraria de Nahuel Gallo.
Tarek William Saab no es solo un vocero del régimen; a lo largo de su trayectoria política, ha trabajado activamente para desmantelar cualquier organismo del Estado que pueda obstruir las detenciones arbitrarias, las torturas y la desaparición virtual de opositores.
El fiscal, junto a Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, también es responsable del inhumano bloqueo a la embajada argentina en Caracas, donde cinco civiles se encuentran asilados y a quienes no se les permite salir del país. Su único «delito» ha sido contribuir con su voto y su militancia a la derrota electoral no reconocida de Maduro en julio pasado.
En este contexto, la intervención del exembajador argentino en Caracas, Oscar Laborde, resulta especialmente infame. Laborde utilizó sus vínculos con el chavismo para blanquear la detención de Gallo, legitimando virtualmente una flagrante violación de los Derechos Humanos.
El silencio de los organismos argentinos de Derechos Humanos ante estas violaciones es ensordecedor y cómplice. Este escenario parece una regresión a los tiempos descritos hace más de medio siglo por el realismo mágico de la literatura latinoamericana. Sin embargo, no se trata de una regresión, sino de una cruda realidad presente. En una región resignada a profundizar su subdesarrollo, los valores y emblemas esenciales de los partidos democráticos han sido desplazados por una ideología utilitaria del poder.
No es una cuestión de «derecha» o «izquierda»; de la misma manera que Hitler y Stalin fueron dictadores igualmente despóticos, el antiguo socialismo, el nacionalismo y el liberalismo clásico confluyen en un híbrido donde, aunque aparenten estar enfrentados, comparten una visión mesiánica del poder como única razón de ser.
La detención de Nahuel Gallo, de muchos otros extranjeros y de más de 1.400 presos políticos privados de cualquier garantía constitucional, evoca el estilo extorsivo de las guerrillas colombianas, que mantenían a turistas retenidos durante años simplemente para usarlos como moneda de cambio.
Este es el recurso del chavismo, un régimen que transformó a una potencia petrolera en un país decadente y violento.